¿QUÉ FUE DE LOS FUNCIONARIOS?
Como esta sección lleva por nombre “Historias” me voy a permitir fantasear e inventarme alguna.
De ciencia-ficción, por ejemplo.
O no.
Digamos que han pasado cien años y otros cien.
De la distopía de Mad Max errando entre escombros industriales o estériles y yermos decorados, no encontramos ni rastro. El “blade runner” Rick Deckard dedicado a “retirar replicantes” debió quedar olvidado en una filmoteca cualquiera y, aunque tengamos otras, ni hay una Princesa Leia, ni un Lucke Skywalcker, ni un Maestro Yoda (¡una lástima!), ni un Obi-Wan Kenobi. Tenemos, eso sí, cientos de Darth Vader con máscaras no necesariamente acharoladas y negras pululando por las calles, no nos faltan legiones de chulos estilo Han Solo cada uno con un modelo de Halcón Milenario más caro y más hortera y, miles de R2-P2 y C3PO, prestan los más variados oficios. ¡Ah! por cierto, estamos a punto de llegar a un “Pandora” cualquiera con “Avatar” incluido.
Sin embargo, quién lo diría, hemos sido capaces de controlar el cambio climático, hacer que los flujos migratorios no sean unidireccionales, que las energías renovables por fin se hayan impuesto a los combustibles fósiles, que los robots hagan las labores más peligrosas que no aportan ningún valor añadido, e incluso, ¡sorpresas te da la vida!, que todo quisqui tenga un plato de lentejas que llevarse al gaznate (algunos, los mejor colocados, aderezadas con tacos de buen jamón de bellota y chorizo de Cantimpalos).
Aun así, este mundo imaginado, dista mucho de ser el Shangri-La de James Hilton y por sus veredas, como susurraba el viejo tango cambalache, al igual que “en el quinientos seis y en el dos mil también”, siguen deambulando “chorros, maquiavelos y estafaos, contentos y amargaos, varones y dublés”. Vamos, que los humanos están mejor que estuvieron sus ancestros, pero tampoco viven en una perpetua verbena de deleite y regocijo. Que de vez en cuando nos despiertan con la noticia de, por un “quítame allá esas pajas”, se ha montado una guerrita de nada que deja un millón y pico de muertos tirados por las esquinas sin que a nadie se le atragante el cubata, que las mafias se han vuelto mayores y actúan con sutileza y apariencia de buen derecho y, hasta santones e iluminados de los que tienen por costumbre lavar cerebros endebles, recostados en la chaise longue de su estrafalario paraíso mundano, remiten sus huestes sin billete de vuelta a ese pudridero que ellos califican de Nirvana.
Me temo que todavía no hemos llegado a fundar una república galáctica, que para que funcione el senado galáctico no hemos comprado ni los pañales y lo de ser Canciller Supremo, que intentarlo muchos lo llevan intentado por siglos, es otra de las quimeras que se materializará con el tiempo.
En cambio, sorprendentemente, o quizá sin sorpresa alguna, en ese imaginario futuro siguen existiendo estados - eso sí, cada vez volátiles, más exiguos y más interconectados y dependientes -, regiones y hasta ciudades (pese a que han dejado de ser ciudades para convertirse en gigantescas amebas que crecen y desplazan verticalmente cubriendo con sus pies kilómetros y kilómetros de tierra). Y aunque son las corporaciones sin nacionalidad ni alma las que dominan el planeta (que de lejos se veía venir la cosa sin necesidad de acudir a augures, quiromantes o farsantes lectores de los posos del café), para la mejor gestión de esos estados, regiones y ciudades, aunque hoy nadie hubiera apostado un Bitcoin ni un Ripple XRP por ello, pervive algo tan viejo, denostado y eterno como son los gobiernos y la administración en que se apoyan.
En ese siglo XXIII fruto del sueño de una noche de verano (o de una vulgar pesadilla) y en esa administración de mentira podrían laborar sanitarios, inspectores, ingenieros, oficinistas, abogados, fiscales, barrenderos, gerentes, bomberos y hasta enterradores y mozos de crematorio. Sin embargo, no es así; hace mucho que unos dejaron de ser necesarios y otros eran demasiado gravosos para seguir trabajando en ella. Muchas cosas habrán cambiado en ese mundo futuro; que dos siglos dan para mucho si se quieren conservar privilegios. Son pocos, muy pocos, a quienes paga la ciudad, la región o el estado y casi nadie sigue siendo funcionario.
Que al bucear en repositorios de audio, video y hasta papeles que en soporte digital que están al alcance de todos, se nos ha ido mostrando cómo por años ha ido evolucionado ese microcosmos en el que se centra el relato. Sin necesidad de cerrar los ojos, pero abriendo de par en par nuestra mente, descubriremos los costes, la lucha, los sinsabores y los despojos que en el camino quedaron para llegar hasta el falso presente donde transcurre la acción y entender lo que en sus cocinas se cuece. Y sabremos de campañas más que feroces, de huelgas salvajes y multitudinarias movilizaciones para salvar improductivos empleos y evitar lo que evitable no era; conoceremos de la desesperación y esperanzas mezcladas a partes iguales; veremos qué se luchó a cada paso y de qué forma metro a metro se impuso cordura y lógica que condujo al tiempo presente futuro en el que se centra la acción. Porque trenzando adecuadamente los hilos, quizá lleguemos a comprender que en el hoy que está por venir nada será como ayer y que mañana amanecerá diferente.
Regresando al mundo actual que, en eso de la administración pública, es la prehistoria del mundo al que queremos llevar a esta crónica, recordaremos que allá por el siglo XX o tal vez unos cuantos años antes, aparecieron las primeras máquinas para hacer que a los asalariados, fueran públicos o privados, les fuera más fácil el trabajo; que luego, alrededor de veinte mil soles más tarde, llegó la vetusta informática, el germen de las máquinas inteligentes y el incremento de los servicios al ciudadano sin abandonar su sofá; informática y albores de la inteligencia artificial que poco a poco colonizó la mentes de generaciones enteras para dejar en el limbo a viejos, vagos y rezagados. Al final confirmaremos que no fue hasta muy avanzado el siglo XXI que inteligencia artificial y robótica vinieron para no dar un paso atrás y quedarse.
Junto a lo anterior, porque la imaginación es libre, se nos revelará cómo con cada avance en la técnica se adelgazaron organizaciones y gobiernos alterando, cuesta abajo y sin freno, ese reducido mundo que por años se conoció como administración y ahora no tiene ni nombre. Porque para entender la evolución operada en el mundo, con medida profusión y sin paños calientes, veremos primero – por prescindibles, sustituibles o accesorios – cómo se volatilizaron antiguos empleos (conserjes, conductores, bibliotecarios, auxiliares de oficina, informadores y otros muchos oficios históricos), posteriormente de qué manera se transformaron otros para nunca más ser lo que fueron (educadores, sanitarios, directivos y demás especialistas hubieron de cambiar sus hábitos) y, por último, por qué aparecieron con fuerza otros nuevos (gestores de la información y de la inteligencia artificial). Y al tiempo, de forma colateral si se quiere, pero con trazo firme y chirriante, habremos conocido de la irrupción de la externalización en la mayor parte de los ámbitos en que, la antes llamada administración, por años impuso sus reales (limpieza viaria, mantenimiento, servicios de comunicación y burocracia, deportes, ocio y tiempo libre, etc., etc., con la educación y sanidad incluida), de la colonización de tierra quemada que esas corporaciones vendieron edulcorado promesas de felicidad sin que nadie advirtiera sus mentiras y de cómo entre “robocops”, monorraíles sin conductor, y chips implantados entre muñeca y codo, aquella administración perdió todo sentido camino de la anorexia.
Porque si ya hoy algunos entendemos superfluo y de justificación complicada que se hagan distinciones y se otorguen regalías por pertenecer a una organización y no estar integrado en la otra, ese mundo inventado jamás validará las razones para mantener que dignidad, profesionalidad y destreza en la labor del anestesista de un prestigioso hospital, o ser arquitecto redactor de proyectos pagado por todo el pueblo, otorga a tan insignes trabajadores una relación especial con la empresa en la que prestan servicios. La condición de funcionario ni ofrece un plus a la pericia al director de un colegio público, ni al restaurador de un museo, ni al cobrador de impuestos o al programador cultural. Mantener un estatuto especial con derechos y obligaciones distintas al resto de los empleados que realizan labores idénticas en una organización que hace lo mismo, fue menguando lustro a lustro hasta quedar circunscrito a oficios tan singulares que es posible relacionar en no más de veinte líneas de folio.
Si ha quedado claro que los lindes de futuros gobiernos se han estrechado por siglos y, en al tiempo que esto pasaba, la administración (o como quiera que se llame en este siglo XXIII en el que estamos) se adelgazó a la carrera, al cuerpo funcionarial de esos días le ha pasado lo mismo. Limitado, pero bien cimentado en elementos que le hacen ser lo que es, ha quedado circunscrito a quienes ejercen funciones de autoridad y a quienes sirven puestos de tan cercanos a las decisiones del poder que requieren de una especial protección para evitar curvas y contracurvas. Solo policías, fuerzas armadas, inspectores de servicios, fedatarios, jueces, interventores, fiscales, determinado personal de instituciones penitenciarias y asimilados, gozan de este régimen especial. Y no todos y cada vez menos, y no de manera completa, que algunos comparten quehaceres con personal externo al que evalúan y controlan. El resto de los trabajadores de lo que allá por el XXI se conoció como administración (pocos, muy muy pocos, que corporaciones y grupos de presión ya se han encargado de hincarle el diente al pastel hasta dejarlo en migajas) están sujetos a un régimen casi idéntico al resto de asalariados. Casi idéntico que no igual. Porque quienes aún trabajan en la administración han accedido a su puesto por méritos profesionales – los viejos principios de igualdad, mérito y capacidad para el acceso al empleo público llevan varios siglos vigentes – y, que tampoco se va a esconder lo que todos sopesan, atraídos porque van a mantener de facto y de por vida el empleo. Que, aunque excepciones las hubo siempre y las permite la ley, la estabilidad en su trabajo (las fuerzas externas, aunque puedan llegar influir directamente, poco le afectan) permanece adherido en los genes.
Visto lo visto y sabiendo lo que sabemos quizá alguien en este bosquejo de siglo XXIII, escarbando en los libros de historia que lleva implantados en la patilla de las gafas que usa los días de lluvia, se pregunte qué fue de aquellos trabajadores públicos a los que se les llamó funcionarios. O, si da un paso más e intenta descubrir las causas (y dejo de lado con todo el respeto que merecen y el valor de su trabajo, a auxiliares administrativos, a peones de servicios múltiples, a oficiales de servicios de mantenimiento, a conserjes y subalternos y demás oficios que por trabajar en un sitio concreto tiene blindados sus derechos) de por qué los maestros de escuela, los anatomopatólogos, los ingenieros de caminos, canales y puertos, los fedatarios o, si me apuran, los abogados que defendían derechos de gobiernos y administraciones, dejaron de pertenecer a tan singular grupo laboral, tal vez, solo tal vez, puedan vislumbrar cómo el trabajo a tiempo completo, el plus de derechos, la inamovilidad pese a falta de rendimiento de algunos, la imposibilidad de compartir experiencias con otras organizaciones y colegas con ida y vuelta incluida, la escasa importancia de cumplir objetivos, la difuminada estructura jerárquica que permite sortear sin pagar peaje órdenes de superiores, la arbitrariedad y otros “quítame esas pulgas”, justo con la inteligencia artificial que todo lo invade y todo lo valida, algo tuvieron que ver. Tantas han sido las causas que, a ese estudioso que aún tardará años en nacer, tendrá que estrujar sus neuronas y usar toda la técnica a su alcance para hallar una respuesta coherente.
Por eso se preguntará ese investigador del futuro cómo sus antepasados fueron tan torpes de no ver lo que todos veían y cómo se enquistó tanto su apuesta.
Pero claro, esto es una historia inventada y como tal, admite muchos finales.
Tantos como preguntarnos, como se hace en el título, “¿qué fue de los funcionarios?”
Emilio Olmos Gimeno
Secretario General Ayuntamiento de Sagunto
Presidente de COSITAL Valencia 2002-2010